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  1. Cada vez que paso por este lugar siento que un extraño escalofrío recorre mi cuerpo y sacude mis recuerdos. Pensar en el lúgubre club que casi a diario visitaba no hace sino agitar mis pensamientos y volver a recordar aquellos días en que visitaba asiduamente aquel tugurio escondido en la calle que todo el mundo conoce y en la que nadie ha estado jamás.

    El “Club La Palmera” me dio la oportunidad de darme a conocer como artista, o el triste intento de lo que pudo ser y no fue. Mi banda y yo nos plantamos allí la primera noche a interpretar suaves temas para acompañar el denso humo que reinaba en el interior de la sala. El ambiente estaba tan cargado en ocasiones que desde la plataforma donde interpretábamos los temas era difícil de alcanzar con la vista la barra donde las chicas abordaban a los hombres.


    Así es, el Club La Palmera no era sino uno de esos antros de perversión donde los náufragos del amor iban a buscar a las chicas perdidas en busca de un poco de amor. En este lugar era muy fácil confundir el amor con el sexo y el alcohol con la felicidad. Entre medias sonaba un blues, un blues amargo, por que dicen que el blues es un estado mental, un manual para aprender a llorar, la banda sonora del desamor. La banda interpretaba todos los viernes y sábados aquellos interminables temas que nadie bailaba, que nadie aplaudía. Total, todo allí se hacía por dinero, ellas amaban por dinero y nosotros tocábamos por dinero.

    La banda y yo decidimos un buen día que no pintábamos nada en ese sitio y nos planteamos buscar nuevos horizontes. Sin embargo, aquel club nocturno tenía un encanto especial que hacía que lo añoraras al faltar durante un tiempo. Así que de cuando en cuando yo volvía para respirar el denso ambiente de la perdición. El sonido del blues se cambio por el sonido de un impresionante piano de cola que lanzaba destellos hasta en los más recónditos rincones de la sala. Una chica rubia al más puro estilo Marilyn lo acompañaba con una voz aterciopelada y cautivadora. Ataviada con un ceñido vestido que la cubría por entero, unas veces rojo otras veces negro. Al piano un tipo de rostro serio, pitillo entre los labios y de hábiles dedos que hacían que las notas que brotaban del piano bailaran junto a la voz de la chica.

    Una de esas noches me animé a entablar conversación con tan singular pareja y tuve el atrevimiento de presentarme a ellos en uno de los descansos. Ella no hablaba, sólo asentía. El por contra, llevaba la voz cantante. Vestido con traje de chaqueta imitando a Jake y Elwood, traje negro, corbata negra y camisa blanca. Era un tipo de esos que podíamos definir como chulo de barrio. Su sonrisa de medio lado, su mirada fija en la tuya y aquella forma de hablarle a la chica no hacían sino confirmar lo que pensaba de él. Eran un dúo, pero un dúo donde sólo uno mandaba. No era un tipo de esos a los que confiarías tu cartera mientras te bañas.

    Siempre estaban allí. Cada vez que se me ocurría volver a pisar “La Palmera” me los encontraba. Ella saludaba y bajaba la vista al suelo. El tendía su mano derecha antes que yo lo hiciera para demostrarme que le caía bien. Sin embargo, había algo extraño en aquella pareja, había algo que no encajaba. El siempre reía a grandes voces, argumentando que el todo lo hacía a lo grande, ella simplemente sonreía o asentía. Alfred, que así se llamaba, se definía como un tipo duro, creció en el puerto junto a su padre ya fallecido. Trabajó en todo aquello que puede un chaval trabajar mientras asistía a las clases de piano que su madre, con el sudor de su frente pudo pagarle. Nunca terminó nada de lo que empezó. Aún así se sentía orgulloso de haber llegado donde estaba. La chica era más simple, sólo decía que tenía una voz y la inmensa suerte de haber conocido a Alfred que la había arrancado de las garras de la prostitución. Diana había sido antes una de las chicas que trabajó en el club y Alfred la tomó como compañera para hacer de ella una famosa cantante. Alfred decía que aquel trabajo era pasajero y que ya contaba con un representante que estaba a punto de organizarles una serie de actuaciones fuera de aquel lugar.

    Un día de esos grises en los que mi alma vagaba por el infinito mientras yo me arrastraba como podía por el mundo cotidiano, me encontré con Diana en una cafetería. Mi alma vino junto a mí al instante para no perderse detalle de aquel acontecimiento. Hasta me alegre de verla, era una chica de muy buen ver. En cambio ella no pareció alegrarse ya que ni tan siquiera se quitó aquellas gafas negras que no hacían otra cosa que no dejarme ver sus azules ojos. Intenté entablar una conversación con ella pero era esquiva, decidí que lo mejor era acabar con aquello y largarme. Cuando ya me disponía a marcharme ella se quitó las gafas y por fin comprendí todo.

    Su ojo derecho estaba amoratado, me quedé mudo, no supe ni pude reaccionar tal sólo acerté a preguntar si aquello se lo había hecho Alfred. Su llanto fue una afirmativa respuesta a mi pregunta. Después de llorar me contó que su compañero no era otra cosa que un ser posesivo y celoso. Un tipo de esos que van por la vida haciendo las cosas a su manera de ver. Uno de esos a los que la fuerza les confiere un aura de poder. Quise acompañarla pero ella no me dejo. Decía que si Alfred la veía junto a otro hombre la mataría. Así que no insistí, ni quería que a ella le hicieran más daño ni quería que aquel hombre que me sacaba un palmo de altura y otro de anchura me lo hiciera a mí.

    Me olvidé del club, me negué a mi mismo la entrada. Tonterías que hacemos a veces. No hay nada mejor que prohibirte no volver a hacer algo, para estar deseando volver a hacerlo. Y regresé. El club La Palmera ya no olía a humo de cigarrillo de estraperlo, ni al tufo del fracaso, casi ni había chicas solas buscando a hombres desesperados. Me quedé impresionado cuando un presentador anunció a Diana en el escenario ahora bien iluminado. Alfred también estaba allí, pero en la penumbra, casi ni se adivinada su presencia. Sabía que era el por el sonido del piano. Ella cantaba mejor, el tocaba igual. Me animé pensando que el club al que pertenecí había evolucionado y ahora era una sala de fiestas donde los hombres ya no iban solos sino acompañados por su pareja.

    El destino, siempre contrario a nuestros gustos, decidió que tuviera que partir de aquella ciudad a buscar esos tan ansiados horizontes, dicho de otro modo, para poder trabajar tuve que mudarme de cuidad. Y no me quedó más remedio que hacerlo. Eso, o trabajar en algo que no me gustaba. Así que maleta en mano, me planté en la estación de tren, dispuesto a empezar una nueva vida en una nueva cuidad.

    El destino, como digo, es cruel y nunca te pone por delante aquello que tú deseas. Yo vivía en una cuidad del sur del país muy a gusto y tuve que trabajar al norte, donde siempre hacía frío. Siempre. Aquel clima no me sentaba bien, durante once meses al año estaba constipado, el otro metido en cama con fiebre. Entre estornudo y estornudo buscaba ansioso noticias de mi ciudad, algún diario, algo que trajera a mi cuerpo un poco del calor del sur. Y fue un día de esos que conocí al dueño de un establecimiento de prensa que traía la de todo el mundo, casi la de todo el mundo, pues el diario de mi ciudad no estaba entre ellos. Pero Venancio, el dueño del céntrico kiosco me prometió conseguírmelo, y lo hizo. Maldito el día en que lo consiguiera. En unos de los primeros  diarios que conseguí tras dos años de infructuosa búsqueda no hizo otra cosa que plantarme en primera página la noticia de un cruel asesinato. En la portada aparecía una foto de la fachada del famoso club precintado por las autoridades. Diana había muerto a manos de Alfred. Un crimen pasional según decía el titular de la noticia. Alfred había estrangulado a Diana en un arrebato de celos. Terminé de leer la noticia hundido, abatido. Mi corazón bajó su ritmo como queriendo detener el tiempo.

    Diez años mas tarde regresé a mi cuidad natal. Ya ni tan siquiera la conocía. Había nuevas calles, nuevas plazas, nuevos bares y nuevas fuentes. La primera noche la dediqué al esparcimiento y me acordé de “La Palmera”, mi club. El taxista ni lo conocía, así que tuve que indicarle como llegar hasta la calle, pero no pudo entrar por que estaba en obras. Imaginé lo peor, así que llegué hasta la puerta del club a pie mientras el taxi aguardaba en la esquina de la calle. Llegué hasta lo que quedaba de el, por que excepto la puerta de entrada lo demás estaba derrumbado, se había desplomado sobre si mismo. Aún tuve que saltar las vallas para poder acercarme a verlo de cerca. No entendía nada, no sabía que había ocurrido. Al regresar, el taxista recordó una historia reciente.

    Según me contó, el novio de la cantante fue a prisión durante nueve años y nada mas salir volvió a la sala de fiestas que permaneció cerrada durante todo ese tiempo. El consiguió entrar y en ese momento se derrumbó el techo sepultando a Alfred.

    No creía lo que me contaba, así que días más tarde, ya completamente establecido acudí a la biblioteca municipal a repasar las microfilmaciones de los periódicos una a una hasta encontrar algún rastro de los sucedido. Tras varios días de investigación pude aclarar el oscuro acontecimiento. Alfred ciertamente murió sepultado, pero no por casualidad. El hombre del piano se convirtió en un vagabundo, que dio sin querer con el “Club La Palmera” y como queriendo rememorar momentos felices se introdujo en la sala forzando una de las ventanas. Sobre el escenario, aún estaba el piano con el que tantas veces acompañó a Diana noche tras noche. Furioso, se sentó y comenzó a tocar con fuerza. Pero el retumbar del piano no hizo otra cosa que acelerar el derrumbamiento del edificio. El sonido de las notas despertó al club que placidamente dormía en el olvido del tiempo. El voladizo de escenario reconoció sentado al piano a la persona que le arrebato a Diana y lo sumió en el más triste de los olvidos y se derrumbó sobre él sepultándole, haciendo así que pagara el mas alto de los precios por haberle arrebatado a su estrella.

    El “Club La Palmera” es hoy en día un edificio de nueve plantas. La lúgubre calle esta ahora alumbraba por una docena de farolas que han quitado todo el encanto al pequeño farol rojo que lucía a las puertas del club. Bajo el edificio, el club ya descansa en paz. De él sólo queda el recuerdo, el recuerdo y el dulce sabor de la venganza.

  2. 1 comentarios:

    1. Dani_EF dijo...

      Muy interesante la historia José.

      El club me ha recordado a los más lúgubres bares de aquellas películas antiguas, lleno de humo, alcohol, vicio y rock and roll.

      Muy recomendable el artículo, sigue así.

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